jueves, 6 de septiembre de 2007

Los Rusos



















La vida en Los Alamos siempre fue tranquila. El clima lluvioso y los días cortos mantenían a la gente en sus casas. Tal vez lo único que alteraba esta rutina era el misterio que rodeaba a la casa de los rusos.

Era la única casa del pueblo que estaba al otro lado del río. En invierno, muchas veces quedaba aislada por la nieve o por las crecidas del río. No era muy grande, tenía dos pisos y la pintura blanca de la madera que la recubría estaba resquebrajada.

En ella vivían Andrei, su mujer Valeria y su hija, de unos ocho años. Nunca nadie había hablado con ellas o las había visto más que algunos segundos a través de las ventanas del segundo piso.

Habían llegado al pueblo hace unos tres años y se instalaron en la casa, que llevaba varios meses abandonada desde la muerte de doña Agustina. No salían de ella, salvo Andrei que solía comprar aguardiente y algunas cosas en el almacén del pueblo. Era el único que balbuceaba un poco de español.

Sus cuerpos alargados y blancos, su pelo rubio y la frialdad con que se relacionaban con los vecinos motivaron la desconfianza y los rumores. Cuando Andrei venia tambaleando por el camino barroso, en busca de más aguardiente, la gente miraba para otro lado y las señoras escondían a las niñas detrás de sus polleras.

Camilo y Aurelio tenían 11 años, y no aguantaban más la curiosidad. Sus padres les prohibieron cruzar el puente, pero ese día decidieron hacerlo. El sol se asomaba entre las nubes y la luz iluminaba sólo el segundo piso de la casa. En la medida que se acercaban a ella un ruido metálico se hacía cada vez más fuerte, era como una campana que repicaba lentamente.

Por unos segundos, escondidos detrás de los arbustos intentaron ver hacia adentro. Repentinamente, Camilo saltó la valla de madera y se deslizó hacia la puerta, que estaba entreabierta. Aurelio retuvo la respiración y, yendo contra sus instintos, lo siguió.

Abrieron la puerta sin hacer ruido y entraron a la casa, un olor extraño invadía el aire, y todo estaba oscuro. Nunca habían sentido tanto frío, el piso estaba cubierto de polvo y sólo se veía la luz del segundo piso que bajaba por la escala. El ruido había desaparecido.

Dudaron unos segundos y cuando se daban vuelta para salir, la puerta de calle se cerró violentamente. Fue lo último que escucharon.

Después de un rato el ruido metálico volvió, esta vez un poco más fuerte.