miércoles, 23 de mayo de 2007

Vértigo


Quiero verte reír hasta que tus ojos se humedezcan, hasta que te duela, hasta que te falte el aire. Quiero verte caer al vacío, hasta que de un momento a otro el suelo tiemble y seas una, en perfecta comunión, con la tierra, y tengas que pedir ayuda. Entonces, quiero que llores hasta que te seques, hasta que te ahogues, hasta que te sumerjas en ti y no puedas salir sin mi. Quiero acogerte, contenerte, reír y caer contigo, hasta que me duela, hasta que me falte el aire.

Entonces, me sumerjo en el espejo, y no me gusta, me asusto, corro a perderme y reboto contra el otro espejo, con la misma imagen, difusa, distorsionada, entonces los dos, que ya no somos dos sino uno, volvemos a caer al vacío, pero esta vez no tiene fin, y solo la muerte, limpia, infalible, implacable, nos separa y nos libera, para volver a caer separados, sin aire, sin lágrimas.

Despierto, y te veo dormir, inconsciente y entregada, sin sospechar que el suelo te espera, duro e inmóvil. Te busco con suavidad y me sumerjo nuevamente, abusando de tu sueño, nos dejamos caer dando vueltas en espiral, como una escala de caracol eterna, un tobogán infinito. El sucumbir contra el suelo ya no duele, más bien alivia, y cuando la nube de polvo se disipa te veo sonreir y me calma.

martes, 15 de mayo de 2007

Pilar y el Centro de Santiago


La Pili Astaburuaga siempre fue la chica guapa. También las más sola. Su cuerpo largo y de curvas suaves, su pelo moreno, ensortijado y abundante era una especie de imán para los hombres. Su familia era dueña de un importante grupo de empresas, pero Pilar prefirió mantenerse ajena al negocio, sus hermanos estaban a cargo.

Estudio varios años en Inglaterra, pero nunca ejerció la sicología. Prefería organizar los eventos de la empresa familiar y administrar la galería de arte que mantenía con su hermana.

Para ella seguir soltera a los 38 años no era un gran problema, le molestaba un poco ver a sus amigas fofas, hablando todo el día de los niños, las nanas y de como soportar, además, a sus maridos trabajólicos y ausentes.

La alternativa a eso era deprimirse con sus otras amigas, solteras o separadas, neuróticas y llenas de vacíos, metidas toda la semana en happy hours, para terminar completamente ebrias y encamándose con el primer sujeto que les llamara un poco la atención. Después, radio taxi a la casa, levantarse a mediodía y seguir viviendo.

A veces, muy de vez en cuando, al volver del trabajo dejaba el auto estacionado en el subterráneo de su edificio, subía al departamento y después de una larga ducha se ponía sus botas de tacón, su minifalda que hacía perfecto juego con sus piernas largas y formadas y partía sola a ese bar escondido en el centro de Santiago.

El lugar no era muy grande, pero estaba bien armado, su sencillo estilo minimalista le daba una onda urbana sin muchas pretensiones que la seducía y los tragos eran excelentes. Era un lugar ajeno a su mundillo, nada de autos lujosos, nada de condominio en La Dehesa, nada de restaurantes caros y desabridos. Este anonimato le gustaba, su cara de niña rica no cuadraba con la fauna que frecuentaba el lugar, por lo mismo llamaba la atención, pero a la vez asustaba.

Le gustaba llegar tarde, después de la una de la mañana. Al principio nadie la abordaba, lo que la ayudaba a elegir. Al sacarse el abrigo rojo, que llegaba prácticamente al suelo, sentía las miradas clavadas en la espalda. Sentada en un extremo de la barra, después de 3 o 4 vodka tónica, se sentía bien, segura de si misma y un poco eufórica. Llegaba el momento de conseguir lo que había ido a buscar. Le bastaba una mirada insistente, dejar caer su pelo hacia un lado de la cabeza y sonreír.

Al minuto estaba en el baño de hombres, los calzones en la cartera y en el lugar que ellos antes ocupaban el tipo de turno iba y venía con fuerza, con la cara transformada en una mueca permanente por la calentura. Se mantenía equilibraba con la espalda contra la pared, una pierna en la puerta y la otra en el lavatorio. La borrachera la distraía un poco, se miraba al espejo y le costaba encontrarse. Ella no miraba a su amante, ni siquiera lo sentía dentro de ella, su mayor placer era tener ese poder, la posibilidad de elegir sin ser nunca rechazada. Después de un rato se desprendía con violencia, y dejaba a su víctima sola y balbuceando alguna estupidez.

Después, caminaba serpenteando un par de cuadras por la vereda mojada, paraba el primer taxi que aparecía y partía a su inmenso, pero frío loft en el barrio El Golf. Una vez sentada sobre el sillón se tomaba el último trago con la luz apagada, junto con él un par de aspirinas y se dormía.

El día siguiente siempre le parecía mejor que los demás.