viernes, 23 de marzo de 2007

Jorge


Jorge no se sentía un mal tipo. Estaba casado con Sonia desde muy joven y todo lo que tenía lo había conseguido trabajando duramente. Cuando su mujer quedó postrada se forzó a no ser vencido, a ser un ganador.

Así, y después de varios años, compró la tienda que les permitía vivir. Llegaba de madrugada todos los días desde hace 15 años. En el último tiempo su hija Amelia lo ayudaba por las tardes.

Pasó por tiempos difíciles en que lo persiguieron sin piedad. Las deudas, la coca, las putas, todo era un torbellino incontrolable.

Se arrepentía de muchas cosas, pero creía que las había compensado a tiempo. Lo único que lo ensombrecía era esa imagen que iba y venía a su mente, una y otra vez, inmisericordemente.

La noche en la vieja casa de Estación Central le parecía más oscura que ahora, y ahí estaba Amelia, la ropa a los pies de la cama y su cuerpo tibio que se hacía rígido, pero que no podía resistirse, las lágrimas, el silencio. Veía esa cara infantil sometida a su poder infinito y le gustaba esa expresión.

Quiso olvidar y perdonarse. Ya era tarde.

No la vio por años. Llegó en un día de verano a decirle que se casaría con Ricardo y que quería que su madre supiera. Jorge se opuso, veía en Ricardo un futuro gris y miserable, parecía que Amelia se estuviera vengando. Ella siempre fue tozuda y consiguió lo que quería.

El tiempo le dio la razón, y término entregándoles dinero todos los meses para pagar su departamento en el centro. Le dio trabajo a Amelia para liberarla, al menos unas horas, del lastre que llevaba.

Jorge había recuperado su poder.

Todos los días, al llegar la tarde, esperaba con ansias que Amelia llegara, sólo para verla. Su cara nuevamente tenía esa expresión y todavía le gustaba.

lunes, 19 de marzo de 2007

Amelia


Se había levantado a medio día y esperaba la llegada de su marido para partir a atender la tienda de su padre en calle Meiggs.

Amelia ya no era la chica gruesa, pero bien formada, que Ricardo persiguió hasta conquistar en las calles de Estación Central. Los años habían hecho su trabajo. Sin embargo, en ella aún había algo, bastaba mirarla a los ojos.

En la tienda estaría José, quien trabajaba en las tardes después de ir al Liceo. No sabía como había empezado todo, lo que si sabía era que ya no podía dejarlo. No soportaba llegar a casa y ver a Ricardo con el sillón tatuado en el cuerpo, incapaz de reaccionar u ofrecer algo nuevo. No le gustaba el silencio del departamento por la noche.

Hace años que Ricardo no le provocaba mariposas en la guata, sin embargo no era capaz de dejarlo. Tampoco se atrevía a reconocer que su padre tenía razón, que su vida sería gris, que fracasaría en la mediocridad. Se lo había advertido desde el primer día.

Seguía temiéndole a su padre, pero ya no era ese temor adolescente, de gritos ahogados. Aun soñaba con él avanzando por la noche, con el silencio cómplice de su madre.

José le permitía escapar. No era el sexo, le bastaba llegar un par de horas más tarde a su casa. La simpleza del muchacho era su mejor atributo, su cuerpo moreno y delgado desaparecía casi a diario dentro de ella. Para él, no era más que una cuarentona ávida de sexo furtivo y que le garantizaba historias para jactarse con sus compañeros.

Cada vez que lo necesitaba estaba ahí. Entonces, entre las cajas, en el piso de la polvorienta bodega, José hacía su mejor esfuerzo para satisfacerla. Amelia rara vez tenía un orgasmo, sin embargo no le importaba.

Lo que realmente la alimentaba era la ansiedad y la disponibilidad permanente de José, quien temblaba y balbuceaba cada vez que se le insinuaba. Sentía su mirada en la espalda cada vez que se movía y disfrutaba el nerviosismo de su amante cuando lo tocaba sin pudor por debajo del mostrador. Su niño esperaba ansioso que avanzara el reloj para cerrar la tienda y apagar las luces.

Las lágrimas quedaban para el fin de semana.

martes, 13 de marzo de 2007

Ricardo


Como siempre había terminado el trabajo a media tarde y se dirigía a su departamento. Sus labores administrativas en la sección de contabilidad no le exigían mucho y con el tiempo había aprendido a no llamar la atención de nadie, lo que le garantizó conservar su trabajo a lo largo de los años.

El verano en Santiago puede ser atosigante, sin embargo el calor parecía no afectarle. Caminaba entre la gente sólo pensando en llegar.

Ella lo estaría esperando, lo recibiría con un saludo frío y después del rutinario beso saldría a hacerse cargo de la tienda de su padre. No tenían hijos, y ya no los tendrían. No le importaba. Tampoco le importaba que el padre de Amelia mirara con desprecio su mediocridad funcionaria, ni que les pasara dinero para que subsistieran.

Sólo quería destapar una cerveza fría y sentarse a ver la televisión hasta quedarse dormido. Nunca supo en que punto su vida se transformó en esto, ni tampoco por que estaba conforme con ella. Nunca se atrevieron a romper con todo, a huir y buscar un poco de emoción lejos del mundo en que habían nacido y en el que seguramente morirían. Estaba seguro que ella lo despreciaba por eso, pero nunca se lo había dicho.

El hormigueo de la televisión lo despertó. Caminó a la cama que compartía con su mujer y se acostó. Al día siguiente, como todos los días, se levantó de madrugada para ir a su trabajo. Ella fingía dormir.

martes, 6 de marzo de 2007

Blanco invierno




Habían salido al amanecer para continuar recogiendo muestras para su investigación, cuando una grieta se abrió a sus pies. Lograron aferrarse al borde afilado del hielo y no caer a una muerte segura. Sin embargo, su pierna estaba fracturada seriamente y no podía caminar.

El campamento base estaba a menos de media hora de caminata, por lo que Maturana decidió dejarlo ahí para buscar ayuda.

Mientras esperaba que volviera, el frío le rompía la cara. Ya iban dos horas desde que Maturana había partido. Eran mediados de Junio, y a las tres de la tarde oscurecería, junto con la luz se irían las esperanzas de sobrevivir.

La soledad y el silencio no lo intimidaban, tampoco la oscuridad ni la pierna inutilizada, a esas alturas ya no la sentía. La ansiedad era lo que lo estaba matando, cada minuto miraba alrededor como adivinando que venían por él y nada. Cada sombra, cada murmullo se convertía invariablemente en el blanco sin fin que lo rodeaba.

No quería aceptar, y sin embargo estaba seguro que era así, que no irían por él, que los años de trabajo y compañerismo no habían servido para nada, y que todo terminaría como siempre supo. Era la historia de su vida, luchando por ser aceptado sin lograrlo, convirtiéndose usualmente en un tedio para todos, en una carga que nadie quería asumir.

Todas las poses del pasado se quedaron en eso, nunca pudo salir de los silencios incómodos y de los lugares comunes. Por eso se manejaba mucho mejor con los grandes grupos y con los desconocidos, no tenía que decir o hacer nada inteligente o mostrarse como era, bastaba con decir lo que querían oír.

No temía a la muerte, más bien la esperaba.

Empezó a sentirse tibio y el sueño lo venció, la nieve terminó por cubrir su cuerpo congelado.

La búsqueda duró dos semanas. Nunca lo encontraron.