lunes, 31 de marzo de 2008

Terapia


Le gustaba dormirse escuchando el mar. Cuando despertaba corría las cortinas de su pieza y habría el ventanal para ver el día que empezaba. Asi era la rutina desde que mandó todo a la cresta. No sentía ningun remordimiento por haber dejado a su familia, la casa georgian de Los Trapenses y su pega en la empresa del Suegro.

Desde ese día dejó también de sentarse en el diván de su siquiatra, creía que ya no la necesitaría. Sin embargo, extrañaba las preguntas inteligentes, a veces dolorosas, y las piernas largas que cruzaba para apoyar la libreta en que escribía pequeñas notas mientras le escuchaba. Siempre se preguntó que era lo que anotaba. Después de siete años de visitas semanales, seguía pensando en como abordarla y no se atrevía. Imaginó extraños dialogos, o que ella se le avalanzaba sobre el diván, pero nada de eso pasó. Muchas veces espero afuera del edificio mientras oscurecía y la siguió por las calles de Providencia.

No había salido del departamento en quince días, tampoco había cambiado las sábanas o limpiado algo. Todo era un asco, y no le importaba. En su cabeza daba vueltas la imagen del techo de la consulta de la siquiatra y la cara de su suegro el día en que renunció, con las maletas adentro de su auto, listo para partir al norte.

Sin ducharse se vistió rapido y cerró la puerta del departamento. Mientras esperaba el ascensor se imaginaba que aparecería ella, con su trajecito de dos piezas y sus ojos negros inquisidores. Estaba sentado frente al mar, fumando el tercer cigarro del día cuando se dio cuenta que si seguía asi se iba a volver loco. Cruzó la calle para pedir un café en el bar. Miró quince minutos el humo del café haciendo figuras en el aire hasta que se enfrió y sin tomarselo pidió otro. Pasó toda la mañana ahí sin que nadie le dijera nada.

Llegó a la conclusión que lo que más le gustaba de su nueva vida era que nadie le hablaba para decir nada o que nadie le preguntaba cosas para llenar los vacíos. Podría estar así eternamente. Ya había escuchado muchas cosas. Ya le habían preguntado mucho.

Después de un par de semanas más en su exquisita rutina, se subió al auto y volvió a Santiago. No supo como, pero después de una hora y media estaba a los pies del edificio de su siquiatra. El conserje lo saludó desde adentro como si lo recordara, con un gesto estandarizado, que daba la impresión que lo practicaba frente al espejo a diario antes de salir a trabajar. Se imaginó por un segundo trabajando de conserje, cuando la imagen de ella saliendo del ascensor lo trajo de vuelta. No era bonita, ni tenía un cuerpo llamativo, pero tenía eso que le gusta a todos, se movía con gracia y no desviaba la mirada al ser enfrentada, se sabía más inteligente que la mayoría. Tal vez, esa actitud que atraía a algunos, espantaba a los más inseguros.

Pasó frente a Hugo como si no existiera. Esta vez rompió sus barreras, se le acercó por detrás y cuando estuvo a su lado la tomó el brazo con firmeza, por encima del codo, y le dijo en voz baja:

- Hola, ¿como estás? -

- Hola, tanto tiempo. ¿Por que no hás venido? - respondió Raquel con aparente seguridad. Siempre se sintió extraña hablando con sus pacientes fuera de la protección de la consulta. No le gustaba perder el control, menos con Hugo, desde el primer día supo que él iba a estallar mandando todo a la mierda, era una olla a presión.

- ¿quieres un café?- le dijo sin soltarla.

Ella accedió. Durante meses soñó con que Hugo la tomaba por sorpresa en una calle oscura y la apretaba contra una muralla. Siempre se desperaba al sentir la pared fría en la espalda.

El café estaba en un pasaje a la vuelta de la esquina, no había mucha gente. Se sentaron en una mesa en la terraza y el mozo los miraba desde adentro sin reaccionar.

- me fui, dejé todo botado - dijo Hugo.

- me lo esperaba - le contestó Raquel. Mantenía la vista fija en los ojos de Hugo, quien no bajó la mirada ni un instante. La imagen de su sueño se le vino a la mente.

-no se porque estoy haciendo esto, volver a santiago, esperarte abajo de tu consulta, abordarte en la calle...- decía Hugo en voz baja, sin saber realmente que decir, como esperando que ella lo interrumpiera.

Raquel se quedó en silencio, mantenía una postura fría y distante, cuando en realidad estaba ardiendo, si Hugo la tomaba de la mano y la llevaba al Hotel que estaba al fondo del pasaje ella se dejaría llevar sin problema.

Después de un silencio de varios minutos, Hugo dejó un billete sobre la mesa y se fue sin despedirse. Raquel, en un principio no supo que hacer, hasta que reaccionó, colgó su cartera al hombro y corrió tras él.

- esperame, no te vayas todavía- le dijo con la voz entrecortada por el cansancio, ya no era la atleta de antes.

Antes que siguiera hablando, Hugo la tomo de la cintura y la apretó contra su cuerpo, sus narices se topaban y el aire que salía de elllas se mezclaba. Sin decir nada, se quedaron así abrazados unos segundos hasta que Raquel rompió a llorar sobre el hombro de Hugo.

Raquel acompañó a Hugo hasta su auto, pero antes de subirse le tomó la mano y, apoyando su espalda contra la pared del estacionamiento subterráneo, abrió un poco la boca y lo besó atarantadamente.

Se subieron al auto y partieron al norte, ella estaba feliz de mandar todo a la mierda y huir sin destino. El nuevamente no sabía que hacer y empezaba a sentirse ahogado.

lunes, 17 de marzo de 2008

Ahora es cuando.


No sabes que hacer. Pasas horas frente al espejo del baño preguntándote: ¿por que? ¿para que? ¿hasta cuando?

Dejate llevar, ahora es cuando. Después, cuando las piernas te aten al piso y la sangre no llegue a todos los rincones, te vas a arrepentir. Mejor estar muerto que ser un viejo con remordimientos. Salta al vacío, vuela o muere, da lo mismo. Cualquier cosas es mejor que la abulia, que la contemplación gris de los errores ajenos.

Mientras caes y tu corazón se acelera, te das cuenta que no vas a volar, ni siquiera planear un poquito. También sabes que la majamama de huesos, sangre y tripas en que te convertirás es mejor que la mierda que eras detrás del escritorio, dedicado al voyerismo estático y frio.

Lo último que viste fue la vereda del centro de Santiago. El golpe del cuerpo contra el piso sonó como un choque de trenes, que por un minuto silenció a los autos que pasaban. Sólo los chillidos de las viejas rompieron la poesía del momento.

Todavía está la mancha en la cuneta, y de vez en cuando un quiltro la huele dando vueltas alrededor de ella, como tratando de adivinar que pasó.