jueves, 6 de septiembre de 2007

Los Rusos



















La vida en Los Alamos siempre fue tranquila. El clima lluvioso y los días cortos mantenían a la gente en sus casas. Tal vez lo único que alteraba esta rutina era el misterio que rodeaba a la casa de los rusos.

Era la única casa del pueblo que estaba al otro lado del río. En invierno, muchas veces quedaba aislada por la nieve o por las crecidas del río. No era muy grande, tenía dos pisos y la pintura blanca de la madera que la recubría estaba resquebrajada.

En ella vivían Andrei, su mujer Valeria y su hija, de unos ocho años. Nunca nadie había hablado con ellas o las había visto más que algunos segundos a través de las ventanas del segundo piso.

Habían llegado al pueblo hace unos tres años y se instalaron en la casa, que llevaba varios meses abandonada desde la muerte de doña Agustina. No salían de ella, salvo Andrei que solía comprar aguardiente y algunas cosas en el almacén del pueblo. Era el único que balbuceaba un poco de español.

Sus cuerpos alargados y blancos, su pelo rubio y la frialdad con que se relacionaban con los vecinos motivaron la desconfianza y los rumores. Cuando Andrei venia tambaleando por el camino barroso, en busca de más aguardiente, la gente miraba para otro lado y las señoras escondían a las niñas detrás de sus polleras.

Camilo y Aurelio tenían 11 años, y no aguantaban más la curiosidad. Sus padres les prohibieron cruzar el puente, pero ese día decidieron hacerlo. El sol se asomaba entre las nubes y la luz iluminaba sólo el segundo piso de la casa. En la medida que se acercaban a ella un ruido metálico se hacía cada vez más fuerte, era como una campana que repicaba lentamente.

Por unos segundos, escondidos detrás de los arbustos intentaron ver hacia adentro. Repentinamente, Camilo saltó la valla de madera y se deslizó hacia la puerta, que estaba entreabierta. Aurelio retuvo la respiración y, yendo contra sus instintos, lo siguió.

Abrieron la puerta sin hacer ruido y entraron a la casa, un olor extraño invadía el aire, y todo estaba oscuro. Nunca habían sentido tanto frío, el piso estaba cubierto de polvo y sólo se veía la luz del segundo piso que bajaba por la escala. El ruido había desaparecido.

Dudaron unos segundos y cuando se daban vuelta para salir, la puerta de calle se cerró violentamente. Fue lo último que escucharon.

Después de un rato el ruido metálico volvió, esta vez un poco más fuerte.

viernes, 1 de junio de 2007

RÉQUIEM




-ahora es cuando-

-pero, no podemos probar un poco...-

-no, necesito un si o un no-

-es que me estás pidiendo mucho-

-no tengo 20 años, como para andar perdiendo el tiempo-

- yo tampoco, pero me cuesta dejar todo y partir-

-es que no puedes seguir por la vida sin tomar decisiones-

-no me presiones tanto, yo acá tengo mi carrera, mi familia, mis amigos...-

-lo se, pero yo me voy, tu sabes hace tiempo que me tengo que ir-

-yo puedo viajar de vez en cuando, y nos podemos escribir y hablar por teléfono-

-no seas maricón, no soy otra de tus minitas de mierda-

-no es de cobarde, me gusta lo que tengo y me gustas tu-

-elige-

-ya elegí-

-¿y?-

-no puedo irme, perdóname-

-eres un hijo de puta, estoy contigo desde que tengo 25 años, me llenaste de palabras, me dijiste que estabas jugado por lo nuestro, y después de 5 años cuando hay que hacerse hombre de verdad te sigues escondiendo entre tus juguetes y toda tu basura snob-

-no seas histerica, no es para tanto-

-la unica histerica es tu mamá, seguro que no te vas conmigo para no dejarla sola, siempre supe que ella nos iba a separar-

-tenías que meter a mi mamá. ¿no será que estas celosa de ella, de mis amigos, de que tengo otra vida fuera de la tuya?-

-no me eches la culpa a mi, si estabas cagado de miedo y encontraste la excusa para liberarte-

-ándate entonces y no me molestes más-

-eres un imbécil, te vas a arrepentir-

-chao-

-chao-

miércoles, 23 de mayo de 2007

Vértigo


Quiero verte reír hasta que tus ojos se humedezcan, hasta que te duela, hasta que te falte el aire. Quiero verte caer al vacío, hasta que de un momento a otro el suelo tiemble y seas una, en perfecta comunión, con la tierra, y tengas que pedir ayuda. Entonces, quiero que llores hasta que te seques, hasta que te ahogues, hasta que te sumerjas en ti y no puedas salir sin mi. Quiero acogerte, contenerte, reír y caer contigo, hasta que me duela, hasta que me falte el aire.

Entonces, me sumerjo en el espejo, y no me gusta, me asusto, corro a perderme y reboto contra el otro espejo, con la misma imagen, difusa, distorsionada, entonces los dos, que ya no somos dos sino uno, volvemos a caer al vacío, pero esta vez no tiene fin, y solo la muerte, limpia, infalible, implacable, nos separa y nos libera, para volver a caer separados, sin aire, sin lágrimas.

Despierto, y te veo dormir, inconsciente y entregada, sin sospechar que el suelo te espera, duro e inmóvil. Te busco con suavidad y me sumerjo nuevamente, abusando de tu sueño, nos dejamos caer dando vueltas en espiral, como una escala de caracol eterna, un tobogán infinito. El sucumbir contra el suelo ya no duele, más bien alivia, y cuando la nube de polvo se disipa te veo sonreir y me calma.

martes, 15 de mayo de 2007

Pilar y el Centro de Santiago


La Pili Astaburuaga siempre fue la chica guapa. También las más sola. Su cuerpo largo y de curvas suaves, su pelo moreno, ensortijado y abundante era una especie de imán para los hombres. Su familia era dueña de un importante grupo de empresas, pero Pilar prefirió mantenerse ajena al negocio, sus hermanos estaban a cargo.

Estudio varios años en Inglaterra, pero nunca ejerció la sicología. Prefería organizar los eventos de la empresa familiar y administrar la galería de arte que mantenía con su hermana.

Para ella seguir soltera a los 38 años no era un gran problema, le molestaba un poco ver a sus amigas fofas, hablando todo el día de los niños, las nanas y de como soportar, además, a sus maridos trabajólicos y ausentes.

La alternativa a eso era deprimirse con sus otras amigas, solteras o separadas, neuróticas y llenas de vacíos, metidas toda la semana en happy hours, para terminar completamente ebrias y encamándose con el primer sujeto que les llamara un poco la atención. Después, radio taxi a la casa, levantarse a mediodía y seguir viviendo.

A veces, muy de vez en cuando, al volver del trabajo dejaba el auto estacionado en el subterráneo de su edificio, subía al departamento y después de una larga ducha se ponía sus botas de tacón, su minifalda que hacía perfecto juego con sus piernas largas y formadas y partía sola a ese bar escondido en el centro de Santiago.

El lugar no era muy grande, pero estaba bien armado, su sencillo estilo minimalista le daba una onda urbana sin muchas pretensiones que la seducía y los tragos eran excelentes. Era un lugar ajeno a su mundillo, nada de autos lujosos, nada de condominio en La Dehesa, nada de restaurantes caros y desabridos. Este anonimato le gustaba, su cara de niña rica no cuadraba con la fauna que frecuentaba el lugar, por lo mismo llamaba la atención, pero a la vez asustaba.

Le gustaba llegar tarde, después de la una de la mañana. Al principio nadie la abordaba, lo que la ayudaba a elegir. Al sacarse el abrigo rojo, que llegaba prácticamente al suelo, sentía las miradas clavadas en la espalda. Sentada en un extremo de la barra, después de 3 o 4 vodka tónica, se sentía bien, segura de si misma y un poco eufórica. Llegaba el momento de conseguir lo que había ido a buscar. Le bastaba una mirada insistente, dejar caer su pelo hacia un lado de la cabeza y sonreír.

Al minuto estaba en el baño de hombres, los calzones en la cartera y en el lugar que ellos antes ocupaban el tipo de turno iba y venía con fuerza, con la cara transformada en una mueca permanente por la calentura. Se mantenía equilibraba con la espalda contra la pared, una pierna en la puerta y la otra en el lavatorio. La borrachera la distraía un poco, se miraba al espejo y le costaba encontrarse. Ella no miraba a su amante, ni siquiera lo sentía dentro de ella, su mayor placer era tener ese poder, la posibilidad de elegir sin ser nunca rechazada. Después de un rato se desprendía con violencia, y dejaba a su víctima sola y balbuceando alguna estupidez.

Después, caminaba serpenteando un par de cuadras por la vereda mojada, paraba el primer taxi que aparecía y partía a su inmenso, pero frío loft en el barrio El Golf. Una vez sentada sobre el sillón se tomaba el último trago con la luz apagada, junto con él un par de aspirinas y se dormía.

El día siguiente siempre le parecía mejor que los demás.

viernes, 27 de abril de 2007

El ascenso.

En la venganza, el más débil es siempre más feroz.
Honoré de Balzac




Carla, la gerente de recursos humanos, observó durante un tiempo que en el país se habían instalado las ideas progresistas y todas las empresas usaban esto de la responsabilidad social para mejorar sus números. Preparó cuidadosamente, y durante semanas, el proyecto para presentarlo al directorio. Don Enrique Infante, el gerente general, la incentivó a ahondar más en el proyecto, siguiendo los detalles desde cerca.

A la semana siguiente, en la inauguración de la nueva planta, Enrique anunció a los empleados el nuevo programa, sin siquiera mirarla a los ojos. Carla no lo podía creer, sin darse cuenta había entregado todo su trabajo para que su jefe se pavoneara con los dueños. Él se había llevado la gloria y ella nada.

El plan de rehabilitación impulsado por la empresa, acompañado de la debida publicidad encubierta en los noticiarios, había sido un éxito total. Unos pocos pesos para contratar por el sueldo mínimo a ex presidiarios ablandados por la vida y otros pocos para pagar a los jefes de prensa de los canales de televisión. Fue la mejor campaña publicitaria en años. Las ventas subieron progresivamente.

Para Simón ser operario en la embotelladora era un premio, algo que no se habría atrevido a soñar hasta hace pocos meses atrás. El destino le había regalado la oportunidad de salvarse. Llegaba temprano a la fábrica, antes que los supervisores y sus compañeros. Nunca un atraso, nunca un reclamo.

A los pocos días se dio cuenta que Carla, desde su oficina vidriada del segundo piso, lo miraba fijamente. Ella era alta y muy blanca, pero sus ojos tenían un brillo especial. Sus caderas moviéndose con suavidad al compás de la escalera y sus pechos pequeños y juguetones debajo de la blusa entreabierta, no lo dejaban dormir.

Al salir del turno, Simón caminaba un par de cuadras hacía el paradero para tomar la micro que lo llevaba, después de casi dos horas, a la casa de su madre.

Una tarde invernal, mientras caminaba bajo la lluvia, escuchó que un auto se acercaba lentamente por su espalda, al girar la cabeza el auto se detuvo, se abrió la ventana y vio a Carla.

-
Te llevo- dijo ella con una sonrisa delicada. Simón no sabía que pasaba, sin embargo no desaprovechó la oportunidad y se subió con agilidad.

El motel quedaba a pocas cuadras de la planta, y Carla que ya lo conocía gracias a su jefe, estacionó el auto con calma. Simón no sabía que hacer, después de 3 años en la cárcel sólo había estado con putas de mala muerte. Carla, lo tranquilizó e hizo todo más fácil. Simón se dejó llevar, ella se movía como una gata, con suavidad y seguridad, sin dejar de mirarlo a los ojos. Después de un par de horas ella dormitaba y su piel blanca brillaba sobre las sabanas granate de la cama King Size.

El ritual de los martes se repitió durante semanas, sólo que ahora llegaba cada uno por su cuenta al Motel. Simón a estas alturas se sentía en las nubes.

Una tarde, antes de salir del lugar, Carla le contó su plan para vengarse de Enrique.

-
Sólo tienes que cumplir mis instrucciones al pie de la letra- le decía, mientras se subía los pantalones blancos que tanto le gustaban a Simón.

A los pocos días, apenas terminado su turno, Simón estaba escondido detrás de los estacionamientos. En la mañana temprano se había ocupado de desconectar la ampolleta del farol que había sobre el auto de Enrique. No tuvo mayor problema para cumplir su objetivo, un par de fierrazos en la cabeza y listo, rápido y silencioso.

Esa misma noche, la policía lo detuvo en su casa. La cámara de seguridad lo había captado todo y Carla hizo la denuncia.

Nadie, salvo su madre, creyó en la versión de Simón, y fue condenado sin piedad. Los noticieros sólo difundieron una pequeña nota policial antes del fútbol del fin de semana.

El proyecto de la empresa se suspendió indefinidamente por ordenes de Carla, la nueva Gerente General.

martes, 17 de abril de 2007

La espera


El sudor recorría sus manos mientras el reloj avanzaba sin piedad. Todos los días, justo antes de que sonara la campana para entrar a clases la veía entrar corriendo al colegio, siempre atrasada. Su pelo moreno y brillante se balanceaba de lado a lado de la cabeza al ritmo de su carrera. Sus incipientes curvas se movían con soltura.

Adela iba un curso más arriba que Felipe, y a los quince años su cuerpo ya insinuaba una voluptuosidad especial. Felipe ya no hablaba con nadie, se entregaba a la observación con total placer. Algún día ella sabría quien es él. Por el momento, agradecía la visión y solía recordarla en los momentos de soledad.

Hace más de un mes que se había propuesto hablarle. -"Hola"- le diría, sería un momento mágico y todo cambiaría. Serían amigos, todos los días, al llegar al Colegio, ella lo saludaría con un beso. En los recreos lo buscaría con la mirada para hacer un gesto amistoso a lo lejos. Con el paso de los días el beso matutino se acercaría imperceptiblemente a su comisura, de ahí en más nadie sabría donde terminaría todo.

Pasaban los días y no encontraba la posibilidad esperada, cada vez que la veía se le detenía el corazón, como si lo hubieran envuelto en una toalla mojada, le temblaban las piernas y se le secaba la boca.

Una mañana de septiembre, se llenó de valor y antes de la escalera que conducía al segundo piso del colegio, se le acercó y con la voz un poco ahogada le dijo: -Hola-

-Hola-, respondió Adela, sin detenerse. Su voz era un poco aspera. Felipe sintió como se le erizaban todos los pelos de su cuerpo y como la sangre de sus venas subía de temperatura. A esas alturas el rojo ya dominaba su afilado rostro.

Estuvo las semanas siguientes pensando cual sería el próximo paso. Sin embargo, las cosas no mejoraron como esperaba. Adela le parecía cada vez más distante. Veía como ella le hablaba a los infelices de cuarto medio, el brillo de sus ojos, el vaivén de sus caderas, la leve inclinación de su cabeza cada vez que la llamaban, todo era una tortura. Pasaba el día pensando como vengarse de todos los que acosaban a su negrita. No iba a permitir que se la quitaran.

La última semana de clases vio como Gutiérrez la tomó por la cintura. Esa mano la envolvía totalmente, desapareciendo por el otro lado de su cuerpo. Adela parecía un poco incomoda, pero se entregaba al abrazo.

Felipe no lo soportó, cruzó a paso firme el patio adoquinado del colegio, tomo por el hombro a Adela y la movió con cuidado. Sonaba el timbre que ponía fin al recreo y al ver la cara rústica de Gutiérrez, lanzó su mejor golpe, el cual no encontró mas resistencia que la del aire y terminó por dejarlo en el suelo. La carcajada fue más fuerte que el timbre escolar.

-¿Quien era ese?-, preguntó Gutierrez, tomando con fuerza el brazo de Adela.

-no se, nunca lo había visto- respondió Adela indiferente.

miércoles, 4 de abril de 2007

El periodista


Eran las tres de la mañana de un martes de junio y en el bar ya no quedaba casi nadie, salvo Andrés y su cuarto whisky.

Después de terminar su carrera de periodismo y de partir a Barcelona con la excusa de estudiar, obviamente financiada por papá, había vuelto a Chile sin lograr encontrar un trabajo decente.

La pega en el diario era miserable. Reporteaba casos policiales menores, y lo publicaban muy de vez en cuando. La verdad, su trabajo, su carrera y su familia le daban lo mismo.

Miraba como el último hielo se derretía para tomarse de una vez el trago e irse a su departamento a un costado del Parque Forestal. Cuando se paró, la piernas le temblaron un poco, pero se equilibró con más facilidad que la noche anterior. No hay como la práctica, se dijo a si mismo, con ese humor negro que lo caracterizaba y que era una de las pocas cosas de las que estaba orgulloso.

Miró hacia la puerta del bar, pero en el camino su vista se topó con ella. Tenía cerca de cuarenta años, pero muy bien llevados. Como siempre el destino lo ayudaba a salvar un día más. Al día siguiente no tenía que trabajar hasta después de mediodía.

Se sentó en la mesa de al lado, dio vuelta la silla y la saludó con seguridad. A estas alturas se sabía el libreto de memoria. Bastaba demostrar seguridad en si mismo, un poco de humor y escucharlas.

Camila estaba separada hace unos meses y todavía respiraba por la herida.

-¿por que no nos tomamos un café en mi departamento?-
propuso Andrés a los pocos minutos.

-Bueno- dijo Camila, con una sensualidad añeja, maqueteada.

Mientras caminaban al departamento de Andrés, Camila se limitó a hablarle de su ex. Andrés ya no la escuchaba.

El conserje miró a Andrés con pícara admiración, ellos entraron rápidamente, como queriendo saltarse las miradas. Una vez adentro, no hubo café. Camila se le fue encima con torpeza, a Andrés no le importó. Ya era tarde para sutilezas.

Cuando Andrés, todavía vestido, terminó de desnudar a Camila ella estalló en lágrimas, tomó su ropa y volvió a vestirse. Trató de irse, pero Andrés la contuvo.
-Soy igual que él-, repetía entre sollozos. Andrés preparó café y cuando volvió de la cocina, Camila se había ido.

Al día siguiente, despertó a las tres de la tarde con el teléfono, era su editor que lo puteaba porque nuevamente no había llegado a la reunión de pauta.

-Métete tu mierda de diario por el culo- le gritó, mientras colgaba el teléfono y seguía durmiendo. Ya vería que hacer después.

viernes, 23 de marzo de 2007

Jorge


Jorge no se sentía un mal tipo. Estaba casado con Sonia desde muy joven y todo lo que tenía lo había conseguido trabajando duramente. Cuando su mujer quedó postrada se forzó a no ser vencido, a ser un ganador.

Así, y después de varios años, compró la tienda que les permitía vivir. Llegaba de madrugada todos los días desde hace 15 años. En el último tiempo su hija Amelia lo ayudaba por las tardes.

Pasó por tiempos difíciles en que lo persiguieron sin piedad. Las deudas, la coca, las putas, todo era un torbellino incontrolable.

Se arrepentía de muchas cosas, pero creía que las había compensado a tiempo. Lo único que lo ensombrecía era esa imagen que iba y venía a su mente, una y otra vez, inmisericordemente.

La noche en la vieja casa de Estación Central le parecía más oscura que ahora, y ahí estaba Amelia, la ropa a los pies de la cama y su cuerpo tibio que se hacía rígido, pero que no podía resistirse, las lágrimas, el silencio. Veía esa cara infantil sometida a su poder infinito y le gustaba esa expresión.

Quiso olvidar y perdonarse. Ya era tarde.

No la vio por años. Llegó en un día de verano a decirle que se casaría con Ricardo y que quería que su madre supiera. Jorge se opuso, veía en Ricardo un futuro gris y miserable, parecía que Amelia se estuviera vengando. Ella siempre fue tozuda y consiguió lo que quería.

El tiempo le dio la razón, y término entregándoles dinero todos los meses para pagar su departamento en el centro. Le dio trabajo a Amelia para liberarla, al menos unas horas, del lastre que llevaba.

Jorge había recuperado su poder.

Todos los días, al llegar la tarde, esperaba con ansias que Amelia llegara, sólo para verla. Su cara nuevamente tenía esa expresión y todavía le gustaba.

lunes, 19 de marzo de 2007

Amelia


Se había levantado a medio día y esperaba la llegada de su marido para partir a atender la tienda de su padre en calle Meiggs.

Amelia ya no era la chica gruesa, pero bien formada, que Ricardo persiguió hasta conquistar en las calles de Estación Central. Los años habían hecho su trabajo. Sin embargo, en ella aún había algo, bastaba mirarla a los ojos.

En la tienda estaría José, quien trabajaba en las tardes después de ir al Liceo. No sabía como había empezado todo, lo que si sabía era que ya no podía dejarlo. No soportaba llegar a casa y ver a Ricardo con el sillón tatuado en el cuerpo, incapaz de reaccionar u ofrecer algo nuevo. No le gustaba el silencio del departamento por la noche.

Hace años que Ricardo no le provocaba mariposas en la guata, sin embargo no era capaz de dejarlo. Tampoco se atrevía a reconocer que su padre tenía razón, que su vida sería gris, que fracasaría en la mediocridad. Se lo había advertido desde el primer día.

Seguía temiéndole a su padre, pero ya no era ese temor adolescente, de gritos ahogados. Aun soñaba con él avanzando por la noche, con el silencio cómplice de su madre.

José le permitía escapar. No era el sexo, le bastaba llegar un par de horas más tarde a su casa. La simpleza del muchacho era su mejor atributo, su cuerpo moreno y delgado desaparecía casi a diario dentro de ella. Para él, no era más que una cuarentona ávida de sexo furtivo y que le garantizaba historias para jactarse con sus compañeros.

Cada vez que lo necesitaba estaba ahí. Entonces, entre las cajas, en el piso de la polvorienta bodega, José hacía su mejor esfuerzo para satisfacerla. Amelia rara vez tenía un orgasmo, sin embargo no le importaba.

Lo que realmente la alimentaba era la ansiedad y la disponibilidad permanente de José, quien temblaba y balbuceaba cada vez que se le insinuaba. Sentía su mirada en la espalda cada vez que se movía y disfrutaba el nerviosismo de su amante cuando lo tocaba sin pudor por debajo del mostrador. Su niño esperaba ansioso que avanzara el reloj para cerrar la tienda y apagar las luces.

Las lágrimas quedaban para el fin de semana.

martes, 13 de marzo de 2007

Ricardo


Como siempre había terminado el trabajo a media tarde y se dirigía a su departamento. Sus labores administrativas en la sección de contabilidad no le exigían mucho y con el tiempo había aprendido a no llamar la atención de nadie, lo que le garantizó conservar su trabajo a lo largo de los años.

El verano en Santiago puede ser atosigante, sin embargo el calor parecía no afectarle. Caminaba entre la gente sólo pensando en llegar.

Ella lo estaría esperando, lo recibiría con un saludo frío y después del rutinario beso saldría a hacerse cargo de la tienda de su padre. No tenían hijos, y ya no los tendrían. No le importaba. Tampoco le importaba que el padre de Amelia mirara con desprecio su mediocridad funcionaria, ni que les pasara dinero para que subsistieran.

Sólo quería destapar una cerveza fría y sentarse a ver la televisión hasta quedarse dormido. Nunca supo en que punto su vida se transformó en esto, ni tampoco por que estaba conforme con ella. Nunca se atrevieron a romper con todo, a huir y buscar un poco de emoción lejos del mundo en que habían nacido y en el que seguramente morirían. Estaba seguro que ella lo despreciaba por eso, pero nunca se lo había dicho.

El hormigueo de la televisión lo despertó. Caminó a la cama que compartía con su mujer y se acostó. Al día siguiente, como todos los días, se levantó de madrugada para ir a su trabajo. Ella fingía dormir.

martes, 6 de marzo de 2007

Blanco invierno




Habían salido al amanecer para continuar recogiendo muestras para su investigación, cuando una grieta se abrió a sus pies. Lograron aferrarse al borde afilado del hielo y no caer a una muerte segura. Sin embargo, su pierna estaba fracturada seriamente y no podía caminar.

El campamento base estaba a menos de media hora de caminata, por lo que Maturana decidió dejarlo ahí para buscar ayuda.

Mientras esperaba que volviera, el frío le rompía la cara. Ya iban dos horas desde que Maturana había partido. Eran mediados de Junio, y a las tres de la tarde oscurecería, junto con la luz se irían las esperanzas de sobrevivir.

La soledad y el silencio no lo intimidaban, tampoco la oscuridad ni la pierna inutilizada, a esas alturas ya no la sentía. La ansiedad era lo que lo estaba matando, cada minuto miraba alrededor como adivinando que venían por él y nada. Cada sombra, cada murmullo se convertía invariablemente en el blanco sin fin que lo rodeaba.

No quería aceptar, y sin embargo estaba seguro que era así, que no irían por él, que los años de trabajo y compañerismo no habían servido para nada, y que todo terminaría como siempre supo. Era la historia de su vida, luchando por ser aceptado sin lograrlo, convirtiéndose usualmente en un tedio para todos, en una carga que nadie quería asumir.

Todas las poses del pasado se quedaron en eso, nunca pudo salir de los silencios incómodos y de los lugares comunes. Por eso se manejaba mucho mejor con los grandes grupos y con los desconocidos, no tenía que decir o hacer nada inteligente o mostrarse como era, bastaba con decir lo que querían oír.

No temía a la muerte, más bien la esperaba.

Empezó a sentirse tibio y el sueño lo venció, la nieve terminó por cubrir su cuerpo congelado.

La búsqueda duró dos semanas. Nunca lo encontraron.

viernes, 23 de febrero de 2007

Fuga

Vamos- le dije, mientras salíamos sin mirar atrás. No hubo respuesta, ni gestos, ni dolor, ni nada.

Sin cerrar la puerta escapamos y así, en el frío de la madrugada, por un lado vimos como se acababa todo de un solo golpe y, por el otro, comenzaba algo nuevo, indescifrable, probablemente equivocado.

No podemos parar, creo que nos siguen- la desesperación y la paranoia ocupaban un espacio enorme en su expresión, y yo no tenía como sacarlas de ahí.

De nuevo el miedo era nuestro acompañante. Nos empujaba a correr sin destino, a la caza de algo que no conocemos, y que probablemente no existe, pero que nos mantiene ocupados.

Al amanecer me preguntaba ¿que hacemos en este columpio, que nos mueve continuamente desde la locura y la euforia a la muerte y el abandono, para empezar nuevamente, una y otra vez?

Caímos dormidos en la soledad de la pampa. Despertamos con un tímido sol de mediodía, y empujé el columpio nuevamente.

Mientras se desangraba, recogí mis cosas y me fui nuevamente sin mirar atrás.

miércoles, 21 de febrero de 2007

Debut

Es mi inicio en esto de los Blogs, así es que espero no latear a nadie. Siempre es difícil empezar algo nuevo, más aun cuando requiere liberarse del pudor, por poco que éste sea. El pudor siempre resulta limitante en todo orden de cosas y exponerse en público es usualmente un salto al vacío (más para unos que para otros).

Ojalá que esto se convierta en mi propio salto al vacío, para que valga la pena.

Eso sería. Hasta la próxima (cuando que me llegue la inspiración, divina o no).

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