martes, 2 de noviembre de 2010

Piso 20.


La vista desde el piso 20 es magnífica, lo suficientemente alta como para tener perspectiva, pero no tan lejana como para perderse los detalles. Desde ahí se ve a la gente pasar, el color de sus ropas, si van apurados o tranquilos, se esboza su complexión y la mente llena los vacíos que la distancia crea.

Asomar la cabeza por la ventana y sentir el aire caliente del verano es un empujón de vida real, de existencia, un amortiguador del delirio.

En la noche, con mucho menos movimiento, se ve a las parejas caminar apuradas, como temiendo algo. El aire fresco obliga a asomar medio cuerpo para sentirlo. A esa hora, las ganas de saltar son irrefrenables, un impulso incontenible, ciego, potente.

Temprano en las mañanas, con el sol entrando por la ventana, la idea del precipicio acapara todo, mil veces pasa por la cabeza la imagen de la caida en primera persona, el pavimento acercándose a toda velocidad, el aire silbando en las orejas.

Saltar al vacío, volar en espiral, 10 segundos de libertad, el fin.