Honoré de Balzac

Carla, la gerente de recursos humanos, observó durante un tiempo que en el país se habían instalado las ideas progresistas y todas las empresas usaban esto de la responsabilidad social para mejorar sus números. Preparó cuidadosamente, y durante semanas, el proyecto para presentarlo al directorio. Don Enrique Infante, el gerente general, la incentivó a ahondar más en el proyecto, siguiendo los detalles desde cerca.
A la semana siguiente, en la inauguración de la nueva planta, Enrique anunció a los empleados el nuevo programa, sin siquiera mirarla a los ojos. Carla no lo podía creer, sin darse cuenta había entregado todo su trabajo para que su jefe se pavoneara con los dueños. Él se había llevado la gloria y ella nada.
El plan de rehabilitación impulsado por la empresa, acompañado de la debida publicidad encubierta en los noticiarios, había sido un éxito total. Unos pocos pesos para contratar por el sueldo mínimo a ex presidiarios ablandados por la vida y otros pocos para pagar a los jefes de prensa de los canales de televisión. Fue la mejor campaña publicitaria en años. Las ventas subieron progresivamente.
Para Simón ser operario en la embotelladora era un premio, algo que no se habría atrevido a soñar hasta hace pocos meses atrás. El destino le había regalado la oportunidad de salvarse. Llegaba temprano a la fábrica, antes que los supervisores y sus compañeros. Nunca un atraso, nunca un reclamo.
A los pocos días se dio cuenta que Carla, desde su oficina vidriada del segundo piso, lo miraba fijamente. Ella era alta y muy blanca, pero sus ojos tenían un brillo especial. Sus caderas moviéndose con suavidad al compás de la escalera y sus pechos pequeños y juguetones debajo de la blusa entreabierta, no lo dejaban dormir.
Al salir del turno, Simón caminaba un par de cuadras hacía el paradero para tomar la micro que lo llevaba, después de casi dos horas, a la casa de su madre.
Una tarde invernal, mientras caminaba bajo la lluvia, escuchó que un auto se acercaba lentamente por su espalda, al girar la cabeza el auto se detuvo, se abrió la ventana y vio a Carla.
-Te llevo- dijo ella con una sonrisa delicada. Simón no sabía que pasaba, sin embargo no desaprovechó la oportunidad y se subió con agilidad.
El motel quedaba a pocas cuadras de la planta, y Carla que ya lo conocía gracias a su jefe, estacionó el auto con calma. Simón no sabía que hacer, después de 3 años en la cárcel sólo había estado con putas de mala muerte. Carla, lo tranquilizó e hizo todo más fácil. Simón se dejó llevar, ella se movía como una gata, con suavidad y seguridad, sin dejar de mirarlo a los ojos. Después de un par de horas ella dormitaba y su piel blanca brillaba sobre las sabanas granate de la cama King Size.
El ritual de los martes se repitió durante semanas, sólo que ahora llegaba cada uno por su cuenta al Motel. Simón a estas alturas se sentía en las nubes.
Una tarde, antes de salir del lugar, Carla le contó su plan para vengarse de Enrique.
-Sólo tienes que cumplir mis instrucciones al pie de la letra- le decía, mientras se subía los pantalones blancos que tanto le gustaban a Simón.
A los pocos días, apenas terminado su turno, Simón estaba escondido detrás de los estacionamientos. En la mañana temprano se había ocupado de desconectar la ampolleta del farol que había sobre el auto de Enrique. No tuvo mayor problema para cumplir su objetivo, un par de fierrazos en la cabeza y listo, rápido y silencioso.
Esa misma noche, la policía lo detuvo en su casa. La cámara de seguridad lo había captado todo y Carla hizo la denuncia.
Nadie, salvo su madre, creyó en la versión de Simón, y fue condenado sin piedad. Los noticieros sólo difundieron una pequeña nota policial antes del fútbol del fin de semana.
El proyecto de la empresa se suspendió indefinidamente por ordenes de Carla, la nueva Gerente General.
A la semana siguiente, en la inauguración de la nueva planta, Enrique anunció a los empleados el nuevo programa, sin siquiera mirarla a los ojos. Carla no lo podía creer, sin darse cuenta había entregado todo su trabajo para que su jefe se pavoneara con los dueños. Él se había llevado la gloria y ella nada.
El plan de rehabilitación impulsado por la empresa, acompañado de la debida publicidad encubierta en los noticiarios, había sido un éxito total. Unos pocos pesos para contratar por el sueldo mínimo a ex presidiarios ablandados por la vida y otros pocos para pagar a los jefes de prensa de los canales de televisión. Fue la mejor campaña publicitaria en años. Las ventas subieron progresivamente.
Para Simón ser operario en la embotelladora era un premio, algo que no se habría atrevido a soñar hasta hace pocos meses atrás. El destino le había regalado la oportunidad de salvarse. Llegaba temprano a la fábrica, antes que los supervisores y sus compañeros. Nunca un atraso, nunca un reclamo.
A los pocos días se dio cuenta que Carla, desde su oficina vidriada del segundo piso, lo miraba fijamente. Ella era alta y muy blanca, pero sus ojos tenían un brillo especial. Sus caderas moviéndose con suavidad al compás de la escalera y sus pechos pequeños y juguetones debajo de la blusa entreabierta, no lo dejaban dormir.
Al salir del turno, Simón caminaba un par de cuadras hacía el paradero para tomar la micro que lo llevaba, después de casi dos horas, a la casa de su madre.
Una tarde invernal, mientras caminaba bajo la lluvia, escuchó que un auto se acercaba lentamente por su espalda, al girar la cabeza el auto se detuvo, se abrió la ventana y vio a Carla.
-Te llevo- dijo ella con una sonrisa delicada. Simón no sabía que pasaba, sin embargo no desaprovechó la oportunidad y se subió con agilidad.
El motel quedaba a pocas cuadras de la planta, y Carla que ya lo conocía gracias a su jefe, estacionó el auto con calma. Simón no sabía que hacer, después de 3 años en la cárcel sólo había estado con putas de mala muerte. Carla, lo tranquilizó e hizo todo más fácil. Simón se dejó llevar, ella se movía como una gata, con suavidad y seguridad, sin dejar de mirarlo a los ojos. Después de un par de horas ella dormitaba y su piel blanca brillaba sobre las sabanas granate de la cama King Size.
El ritual de los martes se repitió durante semanas, sólo que ahora llegaba cada uno por su cuenta al Motel. Simón a estas alturas se sentía en las nubes.
Una tarde, antes de salir del lugar, Carla le contó su plan para vengarse de Enrique.
-Sólo tienes que cumplir mis instrucciones al pie de la letra- le decía, mientras se subía los pantalones blancos que tanto le gustaban a Simón.
A los pocos días, apenas terminado su turno, Simón estaba escondido detrás de los estacionamientos. En la mañana temprano se había ocupado de desconectar la ampolleta del farol que había sobre el auto de Enrique. No tuvo mayor problema para cumplir su objetivo, un par de fierrazos en la cabeza y listo, rápido y silencioso.
Esa misma noche, la policía lo detuvo en su casa. La cámara de seguridad lo había captado todo y Carla hizo la denuncia.
Nadie, salvo su madre, creyó en la versión de Simón, y fue condenado sin piedad. Los noticieros sólo difundieron una pequeña nota policial antes del fútbol del fin de semana.
El proyecto de la empresa se suspendió indefinidamente por ordenes de Carla, la nueva Gerente General.