viernes, 27 de abril de 2007

El ascenso.

En la venganza, el más débil es siempre más feroz.
Honoré de Balzac




Carla, la gerente de recursos humanos, observó durante un tiempo que en el país se habían instalado las ideas progresistas y todas las empresas usaban esto de la responsabilidad social para mejorar sus números. Preparó cuidadosamente, y durante semanas, el proyecto para presentarlo al directorio. Don Enrique Infante, el gerente general, la incentivó a ahondar más en el proyecto, siguiendo los detalles desde cerca.

A la semana siguiente, en la inauguración de la nueva planta, Enrique anunció a los empleados el nuevo programa, sin siquiera mirarla a los ojos. Carla no lo podía creer, sin darse cuenta había entregado todo su trabajo para que su jefe se pavoneara con los dueños. Él se había llevado la gloria y ella nada.

El plan de rehabilitación impulsado por la empresa, acompañado de la debida publicidad encubierta en los noticiarios, había sido un éxito total. Unos pocos pesos para contratar por el sueldo mínimo a ex presidiarios ablandados por la vida y otros pocos para pagar a los jefes de prensa de los canales de televisión. Fue la mejor campaña publicitaria en años. Las ventas subieron progresivamente.

Para Simón ser operario en la embotelladora era un premio, algo que no se habría atrevido a soñar hasta hace pocos meses atrás. El destino le había regalado la oportunidad de salvarse. Llegaba temprano a la fábrica, antes que los supervisores y sus compañeros. Nunca un atraso, nunca un reclamo.

A los pocos días se dio cuenta que Carla, desde su oficina vidriada del segundo piso, lo miraba fijamente. Ella era alta y muy blanca, pero sus ojos tenían un brillo especial. Sus caderas moviéndose con suavidad al compás de la escalera y sus pechos pequeños y juguetones debajo de la blusa entreabierta, no lo dejaban dormir.

Al salir del turno, Simón caminaba un par de cuadras hacía el paradero para tomar la micro que lo llevaba, después de casi dos horas, a la casa de su madre.

Una tarde invernal, mientras caminaba bajo la lluvia, escuchó que un auto se acercaba lentamente por su espalda, al girar la cabeza el auto se detuvo, se abrió la ventana y vio a Carla.

-
Te llevo- dijo ella con una sonrisa delicada. Simón no sabía que pasaba, sin embargo no desaprovechó la oportunidad y se subió con agilidad.

El motel quedaba a pocas cuadras de la planta, y Carla que ya lo conocía gracias a su jefe, estacionó el auto con calma. Simón no sabía que hacer, después de 3 años en la cárcel sólo había estado con putas de mala muerte. Carla, lo tranquilizó e hizo todo más fácil. Simón se dejó llevar, ella se movía como una gata, con suavidad y seguridad, sin dejar de mirarlo a los ojos. Después de un par de horas ella dormitaba y su piel blanca brillaba sobre las sabanas granate de la cama King Size.

El ritual de los martes se repitió durante semanas, sólo que ahora llegaba cada uno por su cuenta al Motel. Simón a estas alturas se sentía en las nubes.

Una tarde, antes de salir del lugar, Carla le contó su plan para vengarse de Enrique.

-
Sólo tienes que cumplir mis instrucciones al pie de la letra- le decía, mientras se subía los pantalones blancos que tanto le gustaban a Simón.

A los pocos días, apenas terminado su turno, Simón estaba escondido detrás de los estacionamientos. En la mañana temprano se había ocupado de desconectar la ampolleta del farol que había sobre el auto de Enrique. No tuvo mayor problema para cumplir su objetivo, un par de fierrazos en la cabeza y listo, rápido y silencioso.

Esa misma noche, la policía lo detuvo en su casa. La cámara de seguridad lo había captado todo y Carla hizo la denuncia.

Nadie, salvo su madre, creyó en la versión de Simón, y fue condenado sin piedad. Los noticieros sólo difundieron una pequeña nota policial antes del fútbol del fin de semana.

El proyecto de la empresa se suspendió indefinidamente por ordenes de Carla, la nueva Gerente General.

martes, 17 de abril de 2007

La espera


El sudor recorría sus manos mientras el reloj avanzaba sin piedad. Todos los días, justo antes de que sonara la campana para entrar a clases la veía entrar corriendo al colegio, siempre atrasada. Su pelo moreno y brillante se balanceaba de lado a lado de la cabeza al ritmo de su carrera. Sus incipientes curvas se movían con soltura.

Adela iba un curso más arriba que Felipe, y a los quince años su cuerpo ya insinuaba una voluptuosidad especial. Felipe ya no hablaba con nadie, se entregaba a la observación con total placer. Algún día ella sabría quien es él. Por el momento, agradecía la visión y solía recordarla en los momentos de soledad.

Hace más de un mes que se había propuesto hablarle. -"Hola"- le diría, sería un momento mágico y todo cambiaría. Serían amigos, todos los días, al llegar al Colegio, ella lo saludaría con un beso. En los recreos lo buscaría con la mirada para hacer un gesto amistoso a lo lejos. Con el paso de los días el beso matutino se acercaría imperceptiblemente a su comisura, de ahí en más nadie sabría donde terminaría todo.

Pasaban los días y no encontraba la posibilidad esperada, cada vez que la veía se le detenía el corazón, como si lo hubieran envuelto en una toalla mojada, le temblaban las piernas y se le secaba la boca.

Una mañana de septiembre, se llenó de valor y antes de la escalera que conducía al segundo piso del colegio, se le acercó y con la voz un poco ahogada le dijo: -Hola-

-Hola-, respondió Adela, sin detenerse. Su voz era un poco aspera. Felipe sintió como se le erizaban todos los pelos de su cuerpo y como la sangre de sus venas subía de temperatura. A esas alturas el rojo ya dominaba su afilado rostro.

Estuvo las semanas siguientes pensando cual sería el próximo paso. Sin embargo, las cosas no mejoraron como esperaba. Adela le parecía cada vez más distante. Veía como ella le hablaba a los infelices de cuarto medio, el brillo de sus ojos, el vaivén de sus caderas, la leve inclinación de su cabeza cada vez que la llamaban, todo era una tortura. Pasaba el día pensando como vengarse de todos los que acosaban a su negrita. No iba a permitir que se la quitaran.

La última semana de clases vio como Gutiérrez la tomó por la cintura. Esa mano la envolvía totalmente, desapareciendo por el otro lado de su cuerpo. Adela parecía un poco incomoda, pero se entregaba al abrazo.

Felipe no lo soportó, cruzó a paso firme el patio adoquinado del colegio, tomo por el hombro a Adela y la movió con cuidado. Sonaba el timbre que ponía fin al recreo y al ver la cara rústica de Gutiérrez, lanzó su mejor golpe, el cual no encontró mas resistencia que la del aire y terminó por dejarlo en el suelo. La carcajada fue más fuerte que el timbre escolar.

-¿Quien era ese?-, preguntó Gutierrez, tomando con fuerza el brazo de Adela.

-no se, nunca lo había visto- respondió Adela indiferente.

miércoles, 4 de abril de 2007

El periodista


Eran las tres de la mañana de un martes de junio y en el bar ya no quedaba casi nadie, salvo Andrés y su cuarto whisky.

Después de terminar su carrera de periodismo y de partir a Barcelona con la excusa de estudiar, obviamente financiada por papá, había vuelto a Chile sin lograr encontrar un trabajo decente.

La pega en el diario era miserable. Reporteaba casos policiales menores, y lo publicaban muy de vez en cuando. La verdad, su trabajo, su carrera y su familia le daban lo mismo.

Miraba como el último hielo se derretía para tomarse de una vez el trago e irse a su departamento a un costado del Parque Forestal. Cuando se paró, la piernas le temblaron un poco, pero se equilibró con más facilidad que la noche anterior. No hay como la práctica, se dijo a si mismo, con ese humor negro que lo caracterizaba y que era una de las pocas cosas de las que estaba orgulloso.

Miró hacia la puerta del bar, pero en el camino su vista se topó con ella. Tenía cerca de cuarenta años, pero muy bien llevados. Como siempre el destino lo ayudaba a salvar un día más. Al día siguiente no tenía que trabajar hasta después de mediodía.

Se sentó en la mesa de al lado, dio vuelta la silla y la saludó con seguridad. A estas alturas se sabía el libreto de memoria. Bastaba demostrar seguridad en si mismo, un poco de humor y escucharlas.

Camila estaba separada hace unos meses y todavía respiraba por la herida.

-¿por que no nos tomamos un café en mi departamento?-
propuso Andrés a los pocos minutos.

-Bueno- dijo Camila, con una sensualidad añeja, maqueteada.

Mientras caminaban al departamento de Andrés, Camila se limitó a hablarle de su ex. Andrés ya no la escuchaba.

El conserje miró a Andrés con pícara admiración, ellos entraron rápidamente, como queriendo saltarse las miradas. Una vez adentro, no hubo café. Camila se le fue encima con torpeza, a Andrés no le importó. Ya era tarde para sutilezas.

Cuando Andrés, todavía vestido, terminó de desnudar a Camila ella estalló en lágrimas, tomó su ropa y volvió a vestirse. Trató de irse, pero Andrés la contuvo.
-Soy igual que él-, repetía entre sollozos. Andrés preparó café y cuando volvió de la cocina, Camila se había ido.

Al día siguiente, despertó a las tres de la tarde con el teléfono, era su editor que lo puteaba porque nuevamente no había llegado a la reunión de pauta.

-Métete tu mierda de diario por el culo- le gritó, mientras colgaba el teléfono y seguía durmiendo. Ya vería que hacer después.